Relatos de
inmigrantes.
Sergio Reyes II.
‘Grano dulce’
Más que el simple y
aislado anuncio de uno cualquiera del sinnúmero de comerciantes callejeros que
pululan en los vecindarios de Washington Heights e Inwood, en la parte norte de
Manhattan, parecería que la mercancía pregonada por éste vendedor contaba con
el gusto y aceptación de todos los públicos, dado el alto poder de convocatoria
que generaba en su desplazamiento.
Y es que tan pronto
se diseminaba en el espacio infinito el pregón
de venta de las sabrosas habichuelas con dulce, acompañado del estribillo
musical que el ingenioso mercader había mandado a grabar -con una jocosa
lírica, a tono con la idiosincrasia y versatilidad del público hispano-, de
inmediato comenzaban a lloverle, como por encanto, los ansiosos adquirientes
del dulzón y apetitoso postre.
En la medida en que
empezaban a disminuir las energías incendiarias del astro rey y la fresca brisa
del norte anunciaba el término del verano y la casi inminente llegada del
invierno, ‘Grano dulce’ daba curso a los aprestos para su agitada temporada de
ventas, cuyo mayor número de consumidores se concentraba, como habrán
adivinado, en el curso de la temporada fría.
Contando apenas con
un sencillo carrito de supermercado, equipado con dos cubetas-termo, de
formidable tamaño y el infaltable reproductor musical que repetía hasta la
saciedad la chillona cantaleta que llenaba de frenesí a los compradores, este
humilde y laborioso inmigrante proveniente de un apartado pueblucho cibaeño, en
la República Dominicana, se constituyó, por mucho tiempo, en uno de los
personajes más populares y apreciados dentro de la comunidad de residentes en
el norte de Manhattan.
El trato afable y
cortés con que se conducía, así como la incuestionable pulcritud con que
manipulaba el producto de su venta le granjearon la confianza y aprecio de su
numerosa clientela, y, según afirman quienes le trataron más de cerca, en muy
pocas ocasiones tuvo que lidiar con la policía, las autoridades de Sanitation u
otros organismos o agencias especializadas en garantizar el respeto a las reglamentaciones
municipales y la preservación de la salud en el seno de la población.
Acorde a los
gustos, disponía de dos grandes envases para transportar las habichuelas con
granos, en el uno, y sin granos, en el otro. Con esta atinada medida se
granjeaba la aprobación de los consumidores del producto en una u otra manera,
además de que esto le permitía agilizar las ventas y atender, de paso, a un
mayor número de clientes.
Estacionado con su
carrito en una intersección cualquiera de las calles más concurridas del
vecindario, le veíamos intercambiar chistes y jocosidades con su clientela, al
tiempo que atendía con eficacia y prontitud a la larga fila de parroquianos
que, desafiando la nieve o el embate de los vientos que intensifican la gélida
temperatura invernal, se apersonaban al lugar en busca de un vaso llenado hasta
la saciedad con el rico y humeante postre.
Y, para garantizar
el puntual suministro de la acaramelada y energizante bebida, contaba con una
batería de ‘asistentes’ que le acarreaban el producto desde su hogar e
intercambiaban las cubetas a medida que iba vaciándose su contenido, como
consecuencia de las continuas ventas.
En esta temporada
invernal y la Semana Santa recién finalizada no se escuchó por las calles de
Manhattan el radio de ‘Grano Dulce’, con su estribillo como grito de chicharra
y su inseparable altoparlante. Tampoco hemos podido divisarle, en lontananza,
oteando desde las ventanas de nuestro apartamento de cuarta planta de Saint
Nicholas. Su minúscula, pero dinámica figura ya no recorre con energía y
presteza las calles y recovecos del vecindario: Alguien me aseguró que el
inefable personaje había regresado de vuelta a la Patria, a disfrutar la vejez
junto a los suyos y a invertir los ahorros de toda una vida de esfuerzos, sacrificios
y limitaciones, en el mejoramiento de una finquita que adquirió en su pueblo
natal.
En verdad, espero
que esta haya sido la suerte corrida por el bonachón ‘Grano Dulce’ y le deseo
el mayor de los éxitos en el sendero elegido, tal y como él se lo merece. Sin
embargo, estoy consciente de que –independientemente de que lleguen otros que
le sustituyan en la venta del apetecido dulce-, con su partida, el vecindario
pierde a uno de sus más esforzados
hombres de trabajo y al más conspicuo, locuaz y dicharachero amigo.
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